Aunque la coyuntura, como producto de la virtualización de la enseñanza por el Covid-19, ha acelerado las cosas e incluso acorralado a muchas instituciones y docentes poco preparados para hacer frente al enorme impacto de las nuevas tecnologías en el ámbito educativo, la necesidad de un cambio de paradigma pedagógico se avizora desde que hicimos pie en este nuevo milenio.
Y si los desafíos se venían acumulando en ese sentido como producto de las brechas digitales, tanto de acceso como cognitivas, el mundo que nos dejará la pandemia promete complicar aún más las cosas. Si la deserción, la falta de inclusión y equidad, la desigualdad de competencias y la pobreza eran una realidad previo al Covid, lo que nos depara el mapa pos pandemia no parece ser muy auspicioso.
Esto lleva a los docentes a interpelarnos en relación a cómo actuar para colaborar en la transición a un nuevo paradigma educativo sin dejar a nadie afuera. Y, al mismo tiempo, el interrogante de cómo hacerlo respetando las nuevas imposiciones de la llamada sociedad de la información o economía del conocimiento.
Aunque los cambios pedagógicos y de currículos se adapten lentamente a las fluctuaciones sociales y económicas, en este caso el contexto nos apremia. Las implicancias del Objetivo de Desarrollo Sostenible 4 y el marco de acción previsto de acá a 2030 fueron elaborados cinco años antes de la pandemia y, aunque tienen plena vigencia, es necesario tener conciencia de que los desafíos hoy se han duplicado.
En línea con el objetivo de “garantizar una educación inclusiva y equitativa de calidad y promover oportunidades de aprendizaje permanente para todos”, las agendas nacionales de cada país deberían hacerse eco con iniciativas que trabajen en pos de ese fin. En el caso de nuestro país, el plan Argentina Programa y la posibilidad de que Internet sea declarado servicio público son avances promisorios en esa meta.
Es imposible vislumbrar un cambio de currículo y de práctica pedagógica si primero no se abordan con compromiso las brechas de acceso y de mala conectividad a lo largo de todo el territorio. Así como, al mismo tiempo, esto también carecería de valor si a la par no se contemplan modificaciones rotundas en los planes de estudio.
Para eso es necesario que toda la comunidad educativa comprenda “la revolución mental” que nos atraviesa. Y que dicho entendimiento no sea bajo miradas tecnocráticas o deterministas, sino más bien relacionado a la toma de conciencia sobre cómo se han modificado las prácticas para acceder a la información y el conocimiento y, también, como estas últimas rigen la economía actual.
Entender que los valores que sostenían a las sociedades modernas no son los mismos que nos sostienen hoy y que, por ende, la escuela o cualquier institución formativa sea en el nivel que fuere, no puede seguir enseñando de la misma manera. Y para eso se necesitan competencias. Las necesitan los docentes y los alumnos. Competencias vinculadas a las nuevas habilidades digitales que nos pide el siglo XXI y que hoy rigen nuestra economía. Poder resolver los enormes problemas de gestión de información y comunicación, lo que implica saber buscar, discriminar, analizar y representar información relevante.
Esto va más allá de la conectividad. Depende de competencias previas y recursos cognitivos, lo que marca la necesidad de ampliar las habilidades tradicionales para volcarlas a estos nuevos desafíos. Esto da cuenta de que, aunque el problema del acceso en algún momento se encuentre resuelto, lo que difiere es el nivel de la demanda.
El circulo virtuoso es evidente: sin familiaridad de uso y acceso frecuente a las tecnologías, es imposible incorporar estas nuevas habilidades; mientras que sin ellas tampoco tiene valor tener frente a nosotros una PC conectada a internet. De ahí la importancia de la distribución social de estas habilidades (Van Dijk, 2005) digitales en el marco de un modelo que aglutine el “heterogéneo mosaico” (Lugo,2016) que se viene planteando en las instituciones desde hace décadas en relación a los diferentes modelos de incorporación de las nuevas tecnologías.
De modo que en los años venideros puedan saldarse las dos brechas con la garantía de una buena conectividad y la formación en materia de alfabetización digital.
Esta última es vital hoy día no sólo para acceder al conocimiento sino también para la construcción de ciudadanía, para ejercer de forma responsable nuestra posición en la sociedad y para eliminar esa visión de la tecnología como un objeto externo (Burbules y Callister, 2000) que, al mejor estilo Hal, nos maneja. Comprender que, si bien las tecnologías no son neutras, son producto de una “humanidad aumentada” (Sadin, 2013) que nos constituye y que es fruto de nuestra inteligencia y no de algo exógeno. Que provienen de nuestro seno, ya no como simples herramientas que nos extienden como prótesis físicas, sino como una especie de duplicidad.
De ahí que la revolución no sea simplemente tecnológica, sino más bien mental, lo que da cuenta de este error de direccionamiento que menciona Baricco (2018) al advertir cuál es la inteligencia que debe estudiarse: aquella que promueve el cambio de escala como diría Mc Luhan (1964) y genera una “nueva idea de humanidad” y no su efecto, la revolución tecnológica.
Las cabezas de nuestras nuevas generaciones vienen prefabricadas con algunas características propias de esta revolución. No obstante, la ya superada metáfora de los “nativos digitales” (Prensky, 2001) es anacrónica en tanto somos nosotros, como educadores, los que debemos guiarlos en este nuevo camino, reforzando las habilidades tradicionales para poder abordar las de este nuevo mundo duplicado digitalmente.
Si nuestros pulgarcitos y pulgarcitas son más rápidos y multitasking, tienen nuevas maneras de percibir el mundo y las coordenadas espacio- temporales y cuentan con la posibilidad de auto administrarse un saber ya transmitido, objetivado y distribuido (Serres 2012), eso no quiere decir que debamos librar su educación a las tecnologías. Pues, como dice el filósofo francés, podrán manipular varias informaciones a la vez, pero, en casos, no integran, relacionan ni sintetizan contenidos, lo que muestra graves falencias para la resignificación y la producción de sentido.
Es por eso que hoy más que nunca la educación debe intervenir. Aunque miradas un tanto deterministas supongan que el simple acceso a las tecnologías por sí solo garantiza estas nuevas prácticas educativas, la realidad es que sin un buen abordaje docente y sin políticas públicas que, desde una perspectiva de derechos, fomenten nuevas pedagogías para que las TIC estén al servicio de la innovación educativa y de una mejora en la calidad de los aprendizajes, de nada servirá romper la brecha de acceso.
Entonces, el desafío docente demanda estar a la altura para poder apropiarnos de las tecnologías en pos de una educación más humanista y concebida como un verdadero derecho para que todas y todos podamos avanzar en este nuevo mundo pos moderno y, esperemos pronto, pos pandémico.