Por Cintia Vespasiani

Que nadie tenga la respuesta exacta es un buen parámetro para advertir el tipo de abordaje que requiere hoy la adaptación de las instituciones educativas al siglo XXI, tanto a las nuevas habilidades que impone como a las nuevas formas de organización de la producción que establece.  Es que responder esa pregunta y llegar a algunas reflexiones que nos acerquen a un paradigma educativo más acorde a los tiempos que corren depende de un abordaje multidisciplinario, colaborativo y puramente situacional. 

La escuela moderna, asentada sobre las bases del sistema productivo industrial, gestionaba el conocimiento de la misma forma que un bien de consumo, serializado y, por ende, estandarizado. Tomando a sus productores como elementos de una cadena de montaje fordista en la cual cada parte es autónoma y autosuficiente. Docentes como obreros, directivos como jefes de sector, gerentes como organizadores de la “industria educativa”. En este marco, sólo se daba lugar a “problemas estructurados” que se abordaban por sector, a fin de no interrumpir el ciclo vital de la cadena, siempre lineal, siempre predecible y normativa.

El nuevo contexto social, cultural y político en el cual se busca enseñar y aprender hoy amerita atender un escenario que, lejos de las características de la escuela moderna, nos sitúa en un paisaje nuevo, con complejidades, incertidumbres, ambigüedades y problemas que no pueden abordarse de la misma manera que hace cincuenta años atrás, en pleno apogeo de las sociedades modernas. 

Tal como señala Brunner (2000, como se citó en Lugo, 2002), la educación “no puede actuar más como si las competencias que forma, los aprendizajes a los que da lugar y el tipo de inteligencia que supone en los alumnos, pudieran limitarse a las expectativas formadas durante la Revolución Industrial”. 

Los desafíos son otros y las habilidades que se requieren pasan por la necesidad de resolver los problemas en la gestión de un flujo insondable de información, así como entrenar aptitudes para buscarla, discriminarla, analizarla y representarla. Para poder hallar, filtrar y comparar información relevante, así como presentarla y citarla correctamente (Jara, 2016, p.102), es necesario capacitar sobre competencias más complejas a las adquiridas previo a la revolución mental” (Baricco, 2018) que representa la introducción de las TIC a nuestras rutinas productivas de formación y trabajo. 

Ahí está el quid de la cuestión: cómo logramos introducir aprendizajes más acordes a los tiempos que corren sin que esta revolución pedagógica sea una mera “reforma o novedad”, según los parámetros de Aguerrondo (2002), bajo una visión reduccionista e instrumental. 

El Planeamiento Estratético situacional (PES) es hoy una de las mejores opciones para reducir la brecha entre “la escuela que tenemos y la que queremos” (Matus, 1987) dado que apunta a sostener cambios estructurales ya sea en lo macro (transformaciones) o en lo micro (innovación) para ir realmente al fondo, a un verdadero cambio de modelo educativo.

Tal aspiración no puede producirse en soledad ni en el ostracismo social de la escuela moderna y, por el contrario, debe realizarse en el marco de propuestas que tomen en cuenta el contexto al advertir que “una misma realidad es al mismo tiempo muchas situaciones” (Matus, 1977, p.55). 

De ahí la importancia de planificar. De aceptar las incertidumbres e imprevisibilidades de un sistema tan complejo como el educativo, pero al mismo tiempo trabajar sobre instrumentos que nos permitan la previsión de estos escenarios. Para hacerlo, es fundamental aceptar los cambios y los problemas como parte intrínseca y necesaria para el equilibrio del sistema. 

Hoy la categoría de “problema” no representa un escenario inhóspito e imposible de resolver en materia de educación sino, por el contrario, advierte esta discrepancia entre el ser y el deber ser, eso que nos separa de esa situación ideal o deseable de alcanzar (Matus,1995). Lo cual da cuenta de un doble desafío: cómo planificar un cambio que resulte relevante y que, a la vez, esté abierto a la incertidumbre, y cómo llevarlo delante de forma proactiva y colaborativa, participando a toda la comunidad educativa.  

Hay una ventaja y es que sabemos de dónde partimos y hacia dónde queremos ir, que existen modalidades de gestionar el planeamiento como el PES y herramientas metodológicas para que las tecnologías de información y comunicación colaboren en educación como la llamada “matriz TIC” (Lugo & Kelly, 2011) para poder avanzar. 

En ese marco, si tomamos a la planificación como el proceso de “cálculo que precede y preside la acción” (Matus, 1995) con sus respectivos momentos, el cambio ya no debe ser visto como algo negativo sino como la posibilidad de abordar problemas, en tanto oportunidades de mejorar estos indeseables que menciona Matus en el marco de una complejidad dinámica (Senge, como se citó en Fullan, 2003). 

Si queremos cambiar las rutinas productivas y organizacionales de las instituciones educativas, así como sus contenidos curriculares, en el marco de una verdadera transformación de sus bases pedagógicas, el cambio no debe ser impuesto por mandato (Fullan, 2003) sino contemplar a toda la cultura institucional, la cual es, ante todo, heterogénea

Ya sea cambios fenoménicos o estructurales (Aguerrondo, 2002), estos deben ser contemplados por la totalidad de la institución, que debe ser partícipe como un colectivo que rompa con la cultura del individualismo y migre a una cultura de colaboración (Hardgreaves,1998, como se citó en Lugo, 2002). 

Elaboración propia sobre el texto de Lugo (2002) “Escuelas en innovación, el desafío de hornear el pastel del cambio” en Aguerrondo, I. y otros. La escuela del futuro I. Cómo piensan las escuelas que innovan, Editorial Papers, Bs. As.

Es por eso que la cultura organizacional sobre la que se opere debe abrirse a liderazgos escolares del tipo que define Leithwood y que dan cuenta de la necesidad de “movilizar e influenciar a otros para articular y lograr las intenciones y metas compartidas de la escuela” (2009, p.20). Esto es, la planificación no debe recaer sólo en equipos directivos o en equipos docentes sino en la comunidad toda, expresando un liderazgo distribuido” en el marco de una coherencia compartida(Fullan, 2017) a fin de que todos y cada uno compartan de forma “contextual y contingente” esa misma necesidad de cambio y las mismas ansias de llegar a esa “situación ideal” que define Matus. 

Para eso sería necesario un Proyecto Educativo Institucional (PEI) trabajado desde las bases y a gran escala. Esto es, ponderar una modalidad proactiva que responda a problemas de la coyuntura, pero también anticipe dificultades y potencie las capacidades individuales para llevarlas a un plano organizacional. 

Porque, tal como manifiestan Lugo y Sonsino, “donde hay un problema, aparece un proyecto” (2020). El problema es nuestra oportunidad, nuestra inspiración para volver a barajar los naipes y sentar las bases de una nueva educación, más situada y acorde a los tiempos que corren.

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